martes, 16 de agosto de 2011

Los Onas





Aída Esther Mora

Jamunu y Witch salieron del akar rumbo a las regiones paradisíacas que habían descubierto mucho antes de las treinta lunas que contara en las historias del hechicero del archipiélago de Wollaston.

Todo empezó cuando empezó a caer la lluvia fina y sutil que tanto le gustaba a Jamunu. Una vez que cruzaron el suelo de árboles secos atravesaron hasta llegar corriendo tomados de la mano a la canoa que les esperaba. Al fin los barcos ingleses habían zarpado pero se habían llevado a ocho de sus asustados hermanos de la tribu.

La he construido para nosotros, nadie nos verá acá, dijo Witch y la lluvia que tanto agradaba a Jamunu ahora se depositaba en ella y eran las caricias, las palabras de cariño, de pasión que entregaba Witch a esa mujer favorita entre todas las que había visto en el archipiélago. Ambos ya habían pasado por el Chiajóus, el rito que les iniciaba en la pubertad.

La miró y la encontró tan hermosa, como el plumaje del churrinche, esa ave que perseguía por su color tan vistoso desde que era muy pequeño. Ahora perseguía esta mujer que olía a madera de lenga y agua, otras veces olía a alga chiquita y otras a fuego encendido.

La canoa se deslizaba suavemente mientras intentaban pegarse como los moluscos a las rocas, el silencio verde inundaba todo, a veces el canto de un pájaro fueguino interrumpía esta paz, también el arrullo incesante del viento en los árboles y el rumor del agua cortaba el silencio musicalizando la atmósfera.

Los cuerpos estaban cubiertos con pieles y ella era morena como la madera más oscura y los ojos del indio austral brillaban como luces en la oscuridad. Les gustaba amarse en la canoa más que en el akar donde dormían. Ella pronunciaba ese dialecto extraño de los Kawéshkar y sonaba como si el agua cantara entre las piedras y el la miraba como si ella fuese esa luz que colgaba del firmamento. El era para ella como el canto del ave macho, ese macho deslumbrante y rojo que despertaba el día, su voz la acariciaba desatando todas las dulzuras que contenía su vientre de greda. Desde niños se amaban, eran la tierra y la hierba y sólo juntos podían transitar. Y en dialecto fueguino hicieron una promesa que atravesaría muchas edades, más allá de esta vida de aguas frías, canoas, nutrias y guanacos para sellar ese amor que según su percepción, no terminaría.

En Coimbatore una curiosa ciudad hindú, increíblemente comercial y donde manejan los microbuses por el lado derecho, dos jóvenes estudiantes universitarios Eshana y Nirek son novios, pese a que ella estaba comprometida desde los nueve años con Sabal, ha roto el compromiso y se encuentra cada tres tardes con Nirek. Eshana le ha dicho que lo encuentra parecido a un indio fueguino que vio en el libro de etnias mundiales. Sí, le dice Nirek, -y tú eres exactamente como una mujer magallánica que acabo de ver en Google y de la que me he acordado en este momento al mirarte.


Sin nombre




Aída Esther Mora

Cada vez que me preguntan por mi nombre, que cuál de los dos usan, empiezo a titubear, experimento una cierta hilaridad. Por qué se preguntarán. En honor a la verdad es que ninguno de mis nombres tiene nada que ver conmigo, es como si a un ave le hubiesen puesto como nombre rana o a una flor hipopótamo.

Mucho tiempo ya, me di cuenta que cada persona lo ve a uno diferente, nunca coincidirá una persona con otra respecto con lo que uno es o no es, entonces colocar un nombre que es algo estático, algo definido es incómodo, al menos para mi.

Si es verdad que somos dinámicos, pero siempre hay algo más esencial y estable en uno mismo, calculo, dirán los que quieran argumentar distinto a lo que yo pienso.

Les aseguro que yo soy una persona que no le calza ni la astrología, ni la numerología, ni menos los nombres que me han puesto.

No es soberbia ni vanidad, es que los sonidos no van acorde con mi ser más íntimo. A tal punto estoy seguro de eso que cuando me nombran, pareciera que no es a mí a quien se dirigen.

Lo que si sé, es que la convención, la costumbre, hace que uno se adapte a las cosas más descabelladas.

He pensado este asunto un poco más y descubrí que los esquimales no nombran el yo, les produce una vergüenza o pudor extraordinarios.

Así encontré que gran parte de ellos no saben como se llaman. Sienten repugnancia de pronunciar sus propios nombres y para salir del paso contestan con esa palabra comodín: nomekika (no sé). Y entonces cómo se entienden en la conversación? Ellos usan las palabras: usok, iksok, hachock, y otras que significan, respectivamente: “oiga usted”, “el de enfrente”, “el de abajo”. Si estuviesen reunidos varios esquimales y departen amigablemente y uno quiere dirigirse a Juan, por ejemplo, que está a su derecha, no dice:
“Oye, Juan”, sino: “el de mi derecha”. En el caso de la familia, la esposa no tiene nombre, es la madre de este chico, o la que está allí a la puerta, o la que vive en mi casa. Siempre usan para esto la palabra “usok” que significa “oiga usted”. Y ese usok es el nombre de todo esquimal que viene al mundo. También tienen nombres nativos, como zorro, muerte, luna, ojazos, pero no los usan.
Si llega un niño a la escuela desde otro lugar, se acerca a otro niño y le dice al oído su nombre para que éste me lo diga a mí, pero pronunciar yo el mío? ¡Jamás!

Sabido esto, ya no me preocupo mucho de este tema, hay algo en mi que no es tan raro como yo pensaba, que no sé ni como me llamo.


lunes, 25 de julio de 2011

EL TREN DE BURDEOS

por Margarite Duras



Una vez, tuve dieciséis años. A esta edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigon, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1.930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarles. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

Traducción de Menene Gras Balaguer
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Tren a Talcamávida



Aída Esther Mora
Peritaje.

“Soy Amelia, como ven soy joven todavía, casi 29 años, no alcancé a terminar la “Media” por algunos problemas que tuve con un “chanta”, después quedé embarazada.
Viajo a ver a mis padres, en realidad a mi me gusta el campo, la tranquilidad, el sol de allá, el aire, es distinto al que se vive en medio de edificios y bocinazos que rompen los oídos.
Mis viejitos están viviendo solos, después de la crianza de todos nosotros que éramos siete hermanos, finalmente han quedado con su perros, gatos y algunos cerdos.
Mi padre, Segismundo, le gustaba la crianza de puercos y sueña aún, con tener chanchos de raza.
Mi madre, Emelinda tiene 75 años y tiene quebrada la espalda, sufre de dolores terribles y toda la ropa le molesta, mi viejo la deja andar desnuda dentro de la casa. Su pelo es tan abundante y crespo como cuando él la conoció, hace veinticinco años que no se lo corta.
Mi viejo llegó a tener una camioneta, vendió tierras, pero no quiso subirse más a ella desde que mató varias gallinas regalonas. Ahora viaja en bus a Concepción y Negrete y usa la carretilla de mano para traslados menores. Como hija menor, los vengo a ver bien seguido, aún a costa de que en mi casa roben. Yo vivo en Boca Sur, la última vez mi vecino (me contaron los otros vecinos que lo vieron) se metió a la casa y me sacó todas las provisiones, ropa de cama, toallas que yo había comprado con mi último sueldo en el night club. Trabajo allí por que gano lo suficiente para mis dos hijos de nueve y diez años”.
- Cómo se llama el Night Club donde trabaja?
“Se llama “Lady Gaga”
Continúo, he deseado volver al campo, echo de menos el arrullo de los árboles, parece que se comunicaran con el viento, cosa que no ocurre en mi barrio…”
- Señorita, le agradecería se centre en el tema que nos preocupa, no necesito esos detalles.
- “Está bien, lo que quería decirle es que el ruido de los motores y las peleas acá en Boca Sur es insoportable, para que voy a hablar de los vecinos que se dedican a la “venta” hay cada trifulca…es casi todas las noches.
Lo que trato de decir es que yo visitaba siempre a mis viejos, temía por sus vidas, especialmente por mi amá que “estaba que estiraba la pata”.
Ellos vivían en paz, no peleaban como otros matrimonios, pero mi madre sufría mucho por los dolores que he dicho. Los encargué varias veces a la vecina Lusmenia que vive a unas cuadras más arriba, cerca del río Bío Bío, pero no tiene celular y no me puedo comunicar con ella todo el tiempo.
Ayer, llegué a verlos y estaban los dos acostados y el olor era muy fuerte. Si yo hubiera vivido con ellos, esto no habría pasado…. Eso es todo lo que puedo decirles”.

Humitas bajo el parrón





Era febrero y los racimos de uva Italia comenzaban a colgar bajo el parrón del patio de mi casa, una antigua construcción de madera enclavada en un cerro con vista al río Bío Bío. Parecía más una vieja escuela de pueblo que una casa ubicada a diez minutos del centro de Concepción. Allí pasé mi niñez, rodeada de naturaleza, animales y olores de la tierra.
Debíamos levantarnos temprano; era día de humitas. Mi madre junto con mi abuelita hacían las mejores que yo haya probado en mi vida, no sé si era el choclo de esos tiempos o el cariño que estas mujeres ponían a la preparación, pero eran únicas.
Para tal trabajo, mi abuela Lucila se quedaba a dormir la noche anterior. Antes de las siete de la mañana ya estaba vestida y olorosa para ponerse en campaña. Mi padre era el encargado de ir, al alba, a comprar los mejores choclos humeros que encontrara en la Vega Monumental. Unos 50 ó 70 por lo menos.
A regañadientes con mis hermanas nos despertábamos tipo 9 a.m y vestíamos las ropas hechas por mamá. Los pescadores y soleras eran ideales para el calor de los veranos de antes.
Para esa hora los choclos ya estaban desparramados por el patio. Lo primero era retirarles las hojas, luego los pelos y rebanarlos uno a uno. Esta tarea estaba a cargo de los adultos, al igual que molerlos en esa máquina de fierro que existían en todas las casas en los ochenta. Si mi papá estaba, ayudaba, pero por lo general se iba a trabajar; dejándonos toda la pega a nosotras. Como se requería fuerza física, mi mamá debía sacrificarse y moler casi todas las unidades. Cuando fui creciendo ayudé hasta que mis brazos quedaban lacios.
Nuestra principal labor como niñas en esta “humitada”, era recolectar las mejores hojas de choclo y formar pares. Demoroso y tedioso, pero necesario. Mis hermanas menores se aburrían luego y me dejaban sola para ir a jugar. También tenía ganas de dejar todo botado, pero mi sentido de responsabilidad era más fuerte, además de saber que si no lo hacía le tocaría a mi madre más trabajo, quien por esa hora ya estaba agotada. Así terminaba por unir las grandes con las grandes, las medianas con las medianas, mientras que las pequeñas y carcomidas eran desechadas. Finalmente, había que cortar los hilos de algodón, no sin antes desenredarlos por estar todo un año guardados en un cajón de la cocina.
A lo lejos veía a mi madre preparar los aliños y a mi abuela llorando mientras picaba las cebollas. Lista la mezcla de puré de choclo, comenzaba el llenado de las humitas. Con una mano se sostienen las hojas y con la otra se vacía el cucharón con esta pasta acuosa, se doblan las hojas en cada extremo y se amarran firmes al centro para que no se suelten dentro de la olla con agua hirviendo. Todo debía ser muy rápido.
A eso de las tres de la tarde el olor a albahaca cubría toda la casa, abriéndonos el apetito a decir basta. El almuerzo consistía en humitas y más humitas, acompañadas de ensalada de tomates con cebolla y cilantro. Yo las prefería con azúcar y a veces con jugo de tomate. Aunque era muy flaca y debilucha, esa pasta blanda de maíz me fascinaba, y no tenía pudor de comer unas 5 ó 7 de una vez.
A mis más de 30 he probado muchas, pero nunca como las que se cocinaron bajo ese parrón, hechas con las manos amorosas de aquellas benditas mujeres.

Por Silvana Acuña Serón.

San Pedro de la Paz, 30 de abril de 2010.

viernes, 27 de mayo de 2011

Tu y tus huellas

Luisana Alarcón



En aquel sillón te recuerdo ajeno,
te imagino
conectado a un pensamiento,
liberas silencio
o un dolor que traspasa mi noche

me duele la huella
que es como una marca a fuego
en esta diminuta morada
me rodea cada partícula de tu piel.

entonces siento caricias
atormentando mi existir
me hunden y desfallezco
pensando en que quizás
mañana tu estés aquí
mirando en mis pupilas
el océano.

Sé que vendrás


Luisana Alarcón

Aún está la sombra
Aún están las venas palpitantes
vendrás ese día
como una paloma anidarme.

Te esperaré vestida de refugio
sumergida en ansias incontenibles
despertaré con el peso de la memoria.

Aún son las noches
aún mi contorno, aúlla la pena
el imaginario es atravesado por lo incógnito
tu aura inconclusa
se detiene en mi espacio vacío.


Te llevaré en cada invierno
escarbaré en la tierra amarga
hasta encontrar esa latitud
de un sueño que nunca he perdido
ubicaré la posición perfecta
para el encuentro final